LA CONJURA

viernes, 10 de julio de 2015

MARTILLO


DE ALEJANDRO HERMOSILLA

Al autor del libro lo conocí en Cartagena. “Tropezamos” (mi maridito y yo) con él por casualidad—cosas del azar, o quizás de algún efrit bueno—  en una terraza. De pie, en la calle y en tan sólo media hora, supimos de él, de su trabajo en México y de su libro publicado “Martillo”.  No crean que mi maridito y yo hacemos eso con todas la personas con las que “tropezamos”. No, no es eso, sino que nos lo presentó, nada más y nada menos, que Juan de Dios, un gran poeta cartagenero, divino.

Alejandro es una persona extremadamente amable, que ya, a las primeras palabras se adivina su talento y su sinceridad.

“Martillo”: Magnífico. Y aunque parece difícil explicar el argumento, es, sin embargo, un buen libro. Un libro nuevo. Bajo la apariencia de un delirante poema concebido como un arabesco, una línea enrevesada cuyo argumento se contrae y se alarga sobre sí mismo.  Yo diría una encrucijada entre Las mil y una noches y Lovecraft. Una gran metáfora, un viaje en la vida interior del propio autor.

Sin embargo, yo me he aplicado en la lectura lenta y detallada del libro hasta creer encontrar un hilo conductor. He ido señalando las letras en la escritura arabesca lovecraftiana.

Un recorrido del autor por las intrincadas calles y por la Plaza de Fez le llevan hasta unos baños de manos de Hassan. Un beso entre ambos lo sumerge en el averno, representado en una fortaleza en el desierto, levantada por unos sangrientos beduinos en el desierto de Rub al-Jali, en la ciudad de Iram y conocida con el nombre de Ubar, la “ciudad de los pilares” o la “Atlántida de las arenas”. La misma ciudad en la que vivió un demonólogo árabe que escribió el Necronomicón.

El panorama en su interior es insidioso.

La incubación de la miseria humana cobra tales proporciones que es inevitable sentirse estupefacto.

Veo a una joven muchacha que tiene varios senos en su cuerpo y uno en su boca desde el que escupe leche cada vez que alguien la acaricia.

El preso ( trasunto del escritor) pasa los días sumido en el abismo, en el desamparo más absoluto, con la única compañía de una gata abisinia, a veces convertida en una hermosa pantera negra. Acuden entonces los efrit, seres de la mitología árabe que pueden realizar acciones tanto buenas como malas.  Y ante el sufrimiento imagina ser un caballero cristiano—luego pasará a ser un sastre—que rescata a una princesa árabe de las garras del califa con el que iba a casarse. Como cuando éramos niños y veíamos aquellas películas antimusulmanas.



Siendo el último preso con vida de la fortaleza, y después de unos sucesos extraordinarios, logra escapar. (Como también lo intentó sin éxito Cervantes en su presión de Argel).

Por fin, llega un poco de calma refugiado en el hogar de Abdel Halim, hombre hospitalario— como el buen musulmán—, que le da té, le presta unas babuchas, con dos hijos serviciales, que le colocan una hamaca en el jardín de casa.

Escuchando la reverberación y el eco del agua que cae, a media tarde, de una fuente octogonal situada entre los jardines de las casas en que me hallo.

Sobre el silencio:

Diferentes tipos de silencio: el existente entre dos guerreros antes de que se produzca su enfrentamiento, el del campo de batalla tras el combate, los jugadores de cartas mientras apuestan, el condenado a muerte, los religiosos, o el asesino justo antes de acabar con la vida de su víctima.

Hay multitud de referencias literarias. A Robert Walser ( leído), Unamuno( leído), Antonio Lobo Antunes( leído por recomendación de Zoilo Caballero Narváez), Houellebecq ( amigo y también leído), Claudio Magris( leído); Marcel Proust( todavía leyendo) y Borges( leído en argentino) estos dos últimos a los que reconoce con una clara herencia árabe, por sus curvas, rodeos y circunlocuciones, Elias Canetti (no leído), Flaubert (todavía por leer sus famosa correspondencia)… y un largo etcétera ( leído y no leído).

Sobre Cervantes:

Porque solamente un ser humano que ha experimentado el infortunio, la tristeza en grado sumo, que se ha enfrentado a los múltiples reveses de la vida, sobreviviendo a ellos, y que ha conocido los límites de la desesperación, puede expresar algo valioso sobre la experiencia humana o concebir un personaje como el caballero de la triste figura: un héroe capaz de adentrase en una fortaleza musulmana para rescatar a una princesa de las manos de un sultán, o de enfrentarse con un solo gesto a malandrines y genios malignos que se transforman en cueros de vino tinto o molinos.
Tuvo que aguantar que la rugosa mano de uno de ellos se deslizara por su cuerpo y, además, las risas de la mayoría. Que un comerciante de quesos le restregara el alimento por su rostro, que una muchacha muy delgada, con el pelo lleno de sangre seca de garrapatas, vomitase a su lado.
Y todas esas desagradables experiencias e infortunios no doblegaron su espíritu.
Al contrario, le hicieron más fuerte.
Agrandaron su conocimiento del alma humana.
En el actual barrio e Beluizad, muy cerca del mar, se halla la gruta a la que fue arrojado, junto a trece cautivos más, y en la que vivió prácticamente cinco años.



No importa la historia que nos quiera contar el autor (si es que la hay) tan sólo el placer de leerlo es reconfortante, el mero hecho de deslizarse en su prosa, exquisita, alucinante a la vez. El sonido de un martillo, que repite machaconamente frases enteras, en espiral; y que a mí más que un martillo me recuerda a un Martinete que, como se sabe, se canta a golpes de martillo sobre un yunque metálico. Con ese ritmo que me ha mantenido desde el principio hasta el final en su lectura. Como lo hice también con los detectives salvajes de Bolaño. Y al que me recuerda, no sé por qué: ¿está escrito en México? (Me gustan los libros que terminan señalando lugar y fecha de inicio y de final, me dice mi maridito)






Soplaba el viento, los troncos de las palmeras se movían despacio, las altas copas se mecían ligeramente en círculo. Un joven de turbante amarillo se acercó, nos saludó gravemente en silencio y se sentó un poco más atrás, en el borde de una alfombra, y de debajo de su albornoz sacó un laúd cuyas cuerdas empezó a tañer distraídamente.

Creí entonces escuchar los murmullos del desierto, que crearon una burbuja expansiva sobre nuestra aura, que reverberaba al mismo tiempo que se disolvía sobre la nebulosa de nuestros pensamientos y se contraía y se alargaba como si fuera un músculo, hasta relajarme y amansarme al igual que un niño, acunándome como lo harían los espíritus de las mujeres que nacieron, gozaron y perdieron su vida en la arena.




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